«Cuando Catalina Zambrano de Uribarri despertó del coma, la avidez de sus descendientes, junto con los gastos clínicos y otros más accesorios, habían dado al traste con su herencia.
Fue una mañana de agosto, setecientos quince días después del fatídico accidente en que doña catalina, luego de asistir a la recepción de la embajada, confusa aún por los acordes disonantes del himno patrio y conmocionada por el olvido a que se habían visto confinados sus poemas, tomó por error una sales que le horadaron los sentimientos y le excavaron firmemente las entrañas.
A pesar de que la víctima era bien conocida en los círculos políticos, religiosos e intelectuales bonaerenses y su presencia en la variedad de actos de su amado país era casi exigida con regular periodicidad, nada se comentó en los diarios sobre el fatídico suceso.
En realidad, algo se dijo, pero no con puntual exactitud. Los hechos no eran del todo claros, sino más bien extraños, o incluso podrían calificarse como verdaderamente extravagantes, impropios de una dama que hasta entonces había capeado sus escándalos con maestría y subterfugios envidiables.
Así que intentó por todos los medios que el conato de suicidio, o lo que aquello fuera, se mantuviese en un íntimo olvido, por lo que ningún reportero, después de recibir las correspondientes recomendaciones y los oportunos emolumentos, se atrevió a transcribir que ‘aquella madrugada de febrero, doña Catalina fue encontrada envuelta en el olor absurdo del perfume floral con que dormía, ni camisón ni blusa para su ajado cuerpo, siempre a la espera de una visita nocturna que en su descompensado matrimonio rara vez se produjo’.
Fue una verdadera suerte que los acontecimientos no desembocaran en tragedia”.
De Versos perversos en la cubierta del Mato Grosso, de Elena Marqués (Ediciones Oblicuas, 2014)