Cata literaria: «Las defensas» de Gabi Martínez

«Después de un taller de carpintería y dos partidas de parchís, vuelvo al sofá para otra sesión de psicoterapia. Me siento en el extremo de siempre, cerca de la cristalera y lejos del médico y el ATS cocainómanos que farfullan sin parar. Van juntos a todas partes y no hay forma de cerrarles la boca Me ponen enfermo pero a veces acabo fumando con ellos proque somos los únicos que lo hacemos. Un perturbado charlatán es una putada. ¿Cómo pueden? Yo sólo quiero silencio. Cuando una enfermera descorre las cortinas, aparecen los bambús erectos en el terraplén junto al patio.

– ¿Alguién quiere empezar?

Escuchando desastres de otros, empiezo a temer los míos. Se trata de miedos difusos muy ajenos al pavor concreto que me asaltó como estudiante, cuando pasé varios meses amedrentado por la casi seguridad de que iba a morir de ELA. Todos los neurólogos hemos temido el sufrimiento de asistir a nuestra propia degeneración neuronal. Imaginar el horror de una enfermedad que afecta a las células del cerebro y a la médula espinal paralizándote poco a poco de forma tan implacable como misteriosa… legó a traumatizarme.

Trabajar con la enfermedad mental me ha unido de algún modo íntimo a ella, quizá perverso. Aunque hasta ahora la enfermedad siempre la padecieron otros, su impredicibilidad y su aniquilador poder me han mantenido expectante ante cualquier indicio de deriva neuronal y por eso añado un sentimiento de vergüenza a mi caída. ¿Me relajé? No conozco a neurólogos con problemas mentales, ni siquiera con tics, y quizá por eso no dejo de preguntarme qué escapó a mi reputado ojo clínico para encontrarme hoy en el sofá.

Recomponer no es fácil, estoy lleno de vacíos. Creo que más bien recientes, pero vacíos. Son lagunas puntuales, tres horas aquí, dos allá, alguna jornada completa, sí, pero en  general se trata de breves instantes desdibujados que de todas formas me molestan más que impresionan porque perder la memoria a rachas no es un motivo de angustia. El pánico llegaría si las pérdidas me afectaran funcionalmente. Si un olvido me impidiera actuar. Lo que hoy me abotarga y arrincona es el desánimo. No quiero saber nada de esta gente a la que conozco demasiado bien: personal sanitario. Mis colegas. Aborrezco este lugar y me asquea participar en luctuosas sesiones donde todos se lamentan y buscan fuerzas para volver ahí afuera, al exterior, y no depender de las sustancias de las que ahora dependen. Yo no dependo de nada. Sólo quiero ver a mis hijas. Pero también sé que necesito este lugar.

La realidad es tan viscosa que no puedo articularla. Hacia afuera, no. Vivo adentro de un modo más extenso que nunca porque no aspiro a comunicar. Soy un espectador de mí. Un espectador convencido, sin necesidad de compartir, con el único objetivo de recuperarme. Aunque algunos opinen lo contrario, la recuperación no pasa por hablar demasiado con nadie».

 

De Las defensas, de Gabi MArtínez (Seix Barral, 2017)

Escrito por

Graduada en periodismo y enamorada de la lectura y la cultura. Porque leer nos hace mejores personas.

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