El tiempo es de los valientes, de los que tienen la osadía de imponerse y avanzar, desviando las piedras y guijarros de un camino que tiene visos de entorpecer nuestra senda hacia lo onírico. La ciudad de los sueños se mece imparable y la imaginación hace el amago de volar a miles de mundos. Un deseo.
El reloj no se siente capaz de frenar sus agujas ya que hasta lo más nimio tiene una razón de ser, un destino, lo que nosotros no podemos cambiar como haríamos con nuestro atuendo.
¿Por qué las dos y no las tres? ¿Por qué siempre querremos batirnos con las horas cuando el tiempo corre sin pausa y con mucha prisa?
Es el devenir de las cosas, la precipitación de lo que se agota, mientras en el mundo de los gigantes nos preocupamos por ser cada cual el más poderoso.
Unos versos que hablan sobre el devenir que no cesa: «nuestras vidas son los ríos que van a dar al mar». Reflexionar.
En medio de esas peleas constantes, el tiempo vuelve a presentársenos como causa y consecuencia, con preguntas referentes a la sinrazón de un mundo carente de explicaciones contundentes.
La complicación me invade y, ante ella, sólo puedo concentrarme en los pequeños detalles, en atrapar con palabras esos instantes inconstantes y en volver a sentir esas mariposas en el estómago, aventuras inocentes, unas miradas que me demuestren si el juego en el que estoy inmersa significa la derrota o la victoria. Y volver a un punto de partida en el cual la naturaleza permanezca impertérrita en lo esencial, y mi mirada mute como el marchitar de una flor. Y que el tiempo haga otra vez acto de presencia, aunque en realidad nunca se había ido.