“A fin de poner a prueba si mi disfraz resistía las miradas críticas y si mi aspecto externo era el adecuado, me pasé por alguna que otra taberna de las que frecuentaba asiduamente. Nadie me reconoció.
Para poder comenzar el trabajo me faltaba, sin embargo, la certidumbre definitiva. Seguía temiendo verme desenmascarado en el instante decisivo.
Cuando la noche del 6 de marzo de 1983 salió elegido el cambio, y los próceres de la CDU celebraban su triunfo con los beneficiarios del mismo en la Casa Konrad Adenauer de Bonn, aproveché la oportunidad para el ensayo general. Con objeto de no infundir sospechas ya a la puerta de entrada, me agencié una linterna de hierro colado, me uní a un equipo de televisión y, de ese modo, entré sin problemas en el edificio. La sala estaba repleta a rebosar y anegada hasta el último de los rincones en el resplandor de los reflectores. Y allí estaba yo, en mitad de todo aquello, vestido con mi único traje oscuro – que para entonces tenía ya quince años-, enfocando con mi pobre lamparilla a este o aquel prohombre, cosa que llamó la atención de algunos agentes, los cuales inquirieron por mi nacionalidad, puede que para cerciorarse de que no tenía nada que ver con un atentado que habían anunciado los iraníes. Una señora vestida con un elegante traje de noche preguntó con una despectiva mirada de soslayo:
-¿Qué busca éste aquí?
Y su acompañante, un tipo de funcionario ya entrado en años, le contesto:
-Es que la celebración es internacional. Hasta el Cáucaso participa.
Con los próceres me entendí de maravilla. Me presenté a Kurt Biedenkopf como emisario de Türkes, un destacado político de los fascistas turcos. Estuvimos charlando animadamente sobre la victoria electoral de la Unión.
Norbert Blüm, el ministro de trabajo, propicio al entendimiento entre los pueblos, se agarró espontáneamente de mi brazo y empezó a cantar a pleno pulmón con los demás, mientras nos balanceábamos: ‘Qué día, qué hermoso día el de hoy!’
Mientras Kohl pronunciaba su triunfal discurso, me situé muy cerca de su tarima y, una vez que él y los suyos hubieron festejado suficientemente la cosa, al disponerse a bajar del estrado, estuve a punto de brindarle mis hombros para no desmoronarme bajo el plúmbeo peso de este canciller, opté por renunciar a mis propósitos.
Los numerosos agentes de seguridad, todos ellos entrenados para detectar disfraces, no se habían percatado del mío. Tras haber salido con éxito de la prueba se redujo mi miedo ante las dificultades que se me presentaban por delante. Me sentí más seguro, más dueño de mí mismo. A partir de ese momento, ¿a qué temer que alguna de las muchas personas con las que entrara en contacto pudiese identificarme?”.
Fragmento de Cabeza de turco, de Günter Wallraff.