“Paula los recibió disimulando la emoción bajo enormes risotadas. Pero ni siquiera ella parecía verdaderamente alegre. Había adelgazado desde que la marcha de Neftalí le impidiese contribuir a su misérrima ración. Pero no era sólo la delgadez: a Amparo le parecía que su hermana había envejecido más que ella, quizá porque no había tenido a nadie con quien compartir los temores. Su cara había adquirido un color macilento, la carne se despegaba de los huesos en bolsas flácidas, como de anciana o de alcohólica. Incluso su voz sonaba prematuramente envejecida.
Pocos motivos de risa tuvieron los días siguientes. Después de que entrase el ejército vencedor repartiendo panecillos y tabaco se aposentó en Madrid la dura realidad de la posguerra. Además, Neftalí casi no se atrevía a salir a la calle, por miedo a que alguien lo reconociese y denunciase. Sólo se rieron, entonces sí, cuando pocos días después de llegar a Madrid, Neftalí recibió una carta con remite de una comisaría en Valencia. Paula se la entregó con gesto preocupado.
-Ábrela. Es para ti.
Enseguida las dos hermanas se pusieron a su lado como si quisiesen leer la carta al mismo tiempo que él.
-¿Qué dice? ¿Qué vayas? Pues esta vez no vas a ningún sitio- le advirtió Amparo.
-Es una multa. De dos reales.
[…]
Pasaba los días Neftalí subido a la azotea, lanzando dolidas miradas sobre esa ciudad perdida para la historia. ¿Qué quedaba del orgullo con que los milicianos gritaban ‘no pasarán’? Una ciudad sometida, esclava, mezquina. Madrid ya no era Madrid. Aquellas piedras, aquellas gentes, se le habían vuelto tan extranjeras como Barcelona la vez que desembarcó allí. Neftalí sufría de insoportables nostalgias. Ya no podía luchar contra la injusticia ni justificar su presencia en España con tarea alguna; era un huido incluso en Madrid, una víctima, un vencido; y deseaba regresar a Cuba. Los cortantes fríos de Madrid, sus calores secos como de hoguera, sus desgalichadas arboledas sin flores, sus aves diminutas tan monótonas en su color como en su canto, sus grises fachadas, los estentóreos acentos de sus habitantes, únicamente parecían haber sido soportables mientras Neftalí se entregaba a la desmesurada causa de la revolución. Nada le retenía ya en esa ciudad humillada y estéril”.
Fragmento de Añoranza del héroe, de José Ovejero.