Cata literaria: «Bahía de Sal», de Gabriela Guerra Rey

“La única otra razón por la que nuestra rutina cambiaba radicalmente eran los ciclones. Entonces, Bahía de Sal se volvía un remolino de vientos y maldiciones, y el curso de la historia parecía detenerse en un rayo sangriento que surcaba el cielo raso, echando a tierra todo lo que el resto del año tardábamos en reconstruir.

A las dinámicas del clima todos nos acostumbrábamos en Bahía de Sal nomás llegar al mundo, porque así eran y punto. Nueve meses de angustiantes sequías, que por secar nos secaban hasta los mocos, endurecidos y pegados a las narices, que ensangrentaban los ductos respiratorios cuando tratábamos de deshacernos de ellos. Nueve meses en que no caía una gota de agua, aunque desde el segundo ya estábamos clamando por ella. El agua venía de lejos, porque el río que corría por Bahía estaba putrefacto dese hacía tiempo, y el que pasaba por Quemí del Río, el Quemí, no olía mal pero era fangoso. Sin embargo, a veces tuvimos que auxiliarnos de canales venidos de esa comunidad, porque la aridez era insoportable. Por su parte, la bahía, que era salobre, en el verano interminable se volvía más bien salada, cuando no le caía más agua que la del mar y los drenajes del asquerosos San Martín. Ya por aquellos años ni los peces de la bahía se podían comer. ¡Qué íbamos a tomarnos esos líquidos! A veces los muchachos, en medio de la desesperación del sol, el polvo, la resequedad y la añoranza de la lluvia, nos sentábamos en el embarcadero a mirar toda aquella laguna salobre que echaba a andar debajo de nuestros pies, pendientes del muro de las lamentaciones. Y lanzábamos un ¡ay! Extraviado. ¡Cuánta agua y cuánta sed!

A los imperecederos meses de desecación les seguían tres meses del diablo. Cuando se rajaba el primer aguacero, la alegría nos apachurraba los rostros junto con los goterones. Y cerrábamos los ojos para no dañarlos, y mirábamos así al cielo, con los ojos cerrados, y los muchachos dábamos vueltas de contentos, bajo el diluvio, con los brazos abiertos, como si agradeciéramos a Dios unas plegarias que de tan repetidas ya se oían huecas. La abuela, que sonreía ese día como nunca, iba a abrazarnos bajo la lluvia, y se bajaba de los quicios, a nuestro lado, a lavar con agua y jabón, en las instancias del paraíso redescubierto, cada partícula de polvo seco adherida a la piel, a las ropas familiares y a los trastos endurecidos por los meses. Los padres, en tanto, abrían las tapas de los tinacos en el patio, y bajaban los tinajones a tierra, para recoger tanta agua como fuera posible. Al rato los recipientes se desbordaban, pero ahí se quedaban, porque nos daba gusto el solo hecho de ver el agua caer y correr”.

Fragmento de Bahía de Sal, de Gabriela Guerra Rey.

Escrito por

Graduada en periodismo y enamorada de la lectura y la cultura. Porque leer nos hace mejores personas.

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