«Anoche recibí dos llamadas. Una, de Barcelona. La otra, de Aix-en-Provence. Así es como la vida te agarra por los pelos.
Ningún aviso en las horas precedentes. Ningún presintimiento, salvo que ahora, con lo que sé, me atreva a definir como premonición de lo que ha empezado a sucederme la avasalladora nostalgia de la humedad – de mar, de árboles preñados de lluvia, de grises apacibles- que me segó el aliento a media tarde. Salía de la editorial, bailándome aún en la cabeza los ecos de la reunión en que habíamos decidido la fecha de aparición de mi próximo libro, cuando la seca realidad del otoño castellano se hizo evidente de improviso, como todos los años. Con su brusca fanfarria de colores exactos: un redoble de otoño, breve y chillón, soberbio, pero apenas un reflejo de una estación que pasa por Madrid sin deternese. Así que añoré, como todos los años, los mórbidos otoños de mi ciudad, el descenso sin sobresaltos hacia el invierno que se produce al norte del Mediterráneo, encabalgado en una serie de días acuosos, minerales, en los que Barcelona huele a óxido y a sal, y el aire, de siempre acolchonado, se densifica aún más para oponerse a la penetración de los extremos. Pero no fue un presentimiento, sino la habitual melancolía del agua a que me entrego cuando se anuncia el clima de cuchillos de la meseta.
La primera llamada, aunque me trastornó, me encontró dispuesta. Hace bastante tiempo que vengo calibrando, considerándolo desde el punto de vista práctico – nunca desde el emocional: soy experta en neutralizar los sentimientos no resueltos antes de que se instalen en la boca del estómago-, que un día u otro tendré que pasar por el trámite de enterrar a mi madre.
La segunda era de Jaime Sóller, un escritor de novelas policíacas, como yo, con el que no he tenido más contacto que el superficial, aunque frecuente, de coincidir en simposios, en cenas literarias o firmando libros en una feria. En cierta ocasión -íbamos en el ascensor de un hotel, camino de nuestras respectivas habitaciones, bastante cargados de copas tras el festejo final- nos asaltó una inesperada calentura que intentamos prolongar inútilmente con cabezonería de beodos, cuando el malentendido nos depositó en su cama. Nunca más pensé en ello».
De Un calor tan cercano, de Maruja Torres (Suma de Letras, 2000)
Me encantó
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No he leído aún nada de la autora. A ver cuándo le pongo remedio.
Besotes!!!
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