Carmen mira a Carmen Quinteiro con curiosidad. Básicamente es eso. Sabe cómo comenzó la que ahora algunos llaman escritora, conoce exactamente lo que la llevó a poner por escrito emociones e historias. Sabe que el comienzo fue una forma muy personal de «achicar penas», de tratar de encontrar un asidero en aquella caída, en «aquel morir sin tocar fondo»; y ahora se pregunta cómo ha llegado a convertirlo de forma tan rápida en una pasión, en una forma de estar en el día a día, propio e íntimo.
También ser pregunta si Carmen Quinteiro no piensa -demasiado- en que exista quien -del otro lado- va a leer lo que ella cuenta. Nunca le pregunta. Por si acaso.
Y aquí entra Carmen a preguntarse también por qué esas personas que la leen son fieles y están al tanto de sus historias. Pero ahí, al pensarlo un poco, mujer y escritora coinciden: las emociones son del que las lee plasmadas en párrafos o versos, y la capacidad de empatizar con ellas, hacerlas suyas, verse reflejados, sentirlas como vividas, es el gran mérito que acompaña a lo que Carmen Quinteiro escribe.
Poco más habría que añadir a esta forma de contemplar la una a la otra. Bueno, algo más a añadir a esa curiosidad; la alegría.
Sí, la mujer mira a la autora y se alegra en el alma por ella. Sabe que ha llegado por un camino muy particular. Nada fácil. Pero sea como sea, le ha servido para llevarla hacia una pasión que la acompaña las veinticuatro horas del día. Escribir y escribir. Y que le sirve además para aprender, para avanzar, para entender, para liberar y de paso, de cuando en vez, ser más feliz. Así que, como no alegrarse de la parte que le toca y que disfruta cuando la sonrisa está presente para ambas.