El proceso creativo de… Dara Scully

Dara Scully (1989) es escritora y fotógrafa. Estudió Bellas Artes en la Universidad de Salamanca y fotografía en la escuela EFTI. Su obra explora la belleza de lo que habita en las sombras, así como el vínculo hermoso y cruel que nos anuda a la naturaleza y al instinto. Ha publicado Tenían la belleza del salvaje (Harpo, 2015) y su obra fotográfica ha sido expuesta en ferias de arte como Room Art Fair o JäälPhoto. Animal de nieve es su ultimo libro, publicado en Caballo de Troya (2020), y en él aborda la parte más oscura de los seres humanos a través de las palabras. No podía faltar su reflexión alrededor del proceso creativo en este #LeoAutorasOct.

“Al principio, la novela es un hueso diminuto sobre la palma de la mano. A veces, reconoces sus formas, su peso, el volumen que ocupa sobre tu propia carne. Un fémur, dices. Una clavícula. Un personaje cuya mirada se define en un borde afilado, o un paisaje que se distingue en la superficie lisa de la escápula. Otras veces, es una masa ósea informe. Fría e impenetrable. Un misterio que deseas desentrañar y que llega, siempre, con el comienzo de la escritura.

Al principio, digo, la novela es un esqueleto diminuto. Un único hueso, o varios, como las piezas de algo que todavía no comprendes. A menudo suele ser un personaje al que anhelo conocer. Puedo saber más o menos de él o de ella. A veces sé su nombre, ciertos gestos, cómo viste. Sé que tiene una herida o una rabia dentro. Que desea que alguien le conforte. Conozco la huella de sus pasos o su olor, y a partir de ahí busco alrededor otros huesos, otras piezas, que hagan crecer el esqueleto. Es más fácil cuando de entrada tengo varios, pero también existe un enorme placer en escribir desde prácticamente la nada. En ‘Animal de nieve’, por ejemplo, mis huesos eran Frédéric y Miss Bell. A él ya lo conocía, pues lo había descrito en una novela anterior. De ella sabía que estaba herida, que era estoica, que arrastraba su pierna por la nieve. Durante un tiempo, busqué otros pequeños huesos. Llegó a mí Angélica, que en ese primer instante era simplemente un puente. Una conexión entre Frédéric y Miss Bell. Después llegó el lago. Y el colegio. Huesecillos diminutos que no sabía cómo se desarrollarían una vez empezado el crecimiento. Y ahí comencé a escribir. Ahí, siempre, en ese instante, cuando el hueso toma la forma de un esqueleto mínimo, es cuando empiezo a escribir. Cuando el cuerpo va tomando forma. Cuando cada palabra es un pliegue de músculo, una arteria, el primer esbozo de un órgano. En mi caso, la escritura es como un riachuelo. Crece sin mi consentimiento. Me dejo llevar, pruebo, la palabra fluye. Apenas pienso nada al principio, y así la novela va creciendo, el lago adquiere su propio peso, el colegio habla con una voz que retumba, brotan nuevos personajes. A veces, la corriente me lleva incluso a lugares insospechados. Creo que el animal que construyo es un ciervo y se transforma en zorro. La escritura sigue sus propias reglas, y una tarde, algo da un giro y todo se transforma. No siempre, pero cuando sucede es como un milagro. Una maravilla. Dejas de escribir para que la escritura se escriba a sí misma, y lo que tú deseas es saber hacia dónde te lleva. Qué animal será finalmente este esqueleto. Cuánto crecerán los personajes mientras serpentean unos alrededor de los otros. Cómo los definirá el paisaje. En ese momento, soy una espectadora con los ojos desmesurados. Es el momento de mayor emoción, cuando intuyes pero todavía no lo sabes. Cuando ya los conoces un poco, pero no del todo.

Vuelvo a ser escritora al final de la escritura. Llega un momento en que la novela toma una forma tan clara que ya no puedes redefinirla. Entonces toca pulir sus bordes, cerrar sus arcos, darle coherencia. El río que ha crecido desmesurado vuelve a estrecharse, y tú lo guías, lo canalizas, completas su recorrido. Algunas veces, al final, todavía queda espacio para el desborde. Un último instante de rebeldía, y algo sellado también vuelve a transformarse. Pero sabes que es así porque así tenía que ocurrir. El mejor final posible es que el escribe la propia novela. Los personajes se cierran a sí mismos, aunque tú los guíes. Y el placer, al final, cuando llegas a la última palabra, habita precisamente en eso. En haber sido escritora pero también lectora. En haber descubierto con sorpresa todo lo que sucede. Es, para mí, la emoción más hermosa que existe. Si me dijeran que debo escribir con un guión no escribiría. No saldría nada. Sería una escritora yerma. Pero con esta libertad, con este huesecillo primario en mi mano… no hay nada más maravilloso”.

Foto de Álvaro Gómez Pidal

Escrito por

Graduada en periodismo y enamorada de la lectura y la cultura. Porque leer nos hace mejores personas.

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