“Volvieron a tutearse, volvieron a intercambiar comentarios sobre sus vidas como en las cartas de antes, pero Florentino Ariza trató de ir otra vez con demasiada prisa: escribió el nombre de ella con puntadas de alfiler en los pétalos de una camelia, y se la mandó en una carta. Dos días después la recibió de vuelta sin ningún comentario. Fermina Daza no podía evitarlo: todo aquello le parecían cosas de niños. Más aún cuando Florentizo Ariza insistió en evocar sus tardes de versos melancólicos en el parquecito de Los Evangelios, los escondites de las cartas en el camino de la escuela, las clases de bordado bajo los almendros. Con el dolor de su alma, ella lo puso en su puesto con una pregunta que parecía casual en medio de otros comentarios triviales: ‘¿Por qué te empeñas en hablar de lo que no existe?’. Más tarde le reprochó la terquedad estéril de no dejarse envejecer con naturalidad. Ésa era, según ella, la causa de su precipitación y sus descalabros constantes de la evocación del pasado. No entendía cómo un hombre capaz de hacer las reflexiones que tanto apoyo le habían dado para sobrellevar la viudez, se enredaba de aquel modo infantil cuando trataba de aplicarlas a su propia vida. Los papeles se invirtieron. Entonces fue ella la que trató de darle ánimos nuevos para ver el futuro, con una frase que él, en su prisa atolondrada, no supo descifrar: Deja que el tiempo pase y ya veremos lo que trae. Pero nunca fue tan buen alumno como ella. La inmovilidad forzosa, la certidumbre cada día más lúcida de la fugacidad del tiempo, los deseos locos de verla, todo le demostraba que sus temores de la caída habían sido más certeros y trágicos de los que había previsto. Por primera vez empezó a pensar de un mundo racional en la realidad de la muerte”.
Cata literaria: «El amor en los tiempos del cólera», de Gabriel García Márquez
