“Los nombres son profecías. Por eso me fascinan. Me favorece el nombre. Me hace sentir liviana, indestructible. Desde muy niña fui alma, fui guerrero, esto labró mi fortuna. Le achaco al nombre y al apellido haber sobrevivido a las burlas de las otras niñas, a que me hicieran el vacío o se riesen de mis zapatos nuevos. Yo no sabía que el odio que parecían sentir hacía mí era otra cosa más compleja. Creía que mi ropa les provocaba. Todo se lo achacaba a la ropa. Cuando mi madre me compraba una falda bonita, me hacía más ilusión que un juguete. Enseguida quería estrenarla, al día siguiente. Recuerdo una falda larga, con estampado de florecitas discretas, tonos marinos, añiles y dos sencillos tirantes. Recuerdo haberla colocado, con la anticipación del estreno, en la silla junto a mi cama, con una camisa blanca y los leotardos azul marino (aquella prenda de las niñas que era mezcla de necesidad y tortura). Esa mañana, como todas las que estrenaba ropa nueva, me vestí nerviosa, pensando en mis compañeras de clase: ¿y si se ríen? ¿Qué van a decir? ¿Y por qué se van a reír? No hay nada malo en esta falda. Es bonita. Es sencilla. Pero los nervios estaban ahí, porque mi corazón sabía que la ropa nueva era una provocación al enemigo, por suerte, y hasta sexto o séptimo curso llevábamos un babi largo, como una bata de médico, que me cobijaba algo, no mucho, de su censura. Yo abotonaba bien el babi y a lo largo del día lo iba abriendo poco a poco, para que se viera la ropa nueva solo a pedazos. Aun así, daba igual lo que hiciera, la ropa que llevase, lo que dijese, todo, porque el problema era justo el contrario. Mi ropa sí que les gustaba. Les encantaba, pero era mía. Por este mismo motivo, porque el campo me gustaba, a mis treinta y cuatro años me burlaba de la gente que vivía en el campo, que se había comprado una casa en mitad de la nada, condenados a la carretera y a los atascos para entrar en la gran ciudad. Yo tenía envidia de esas vidas de cuento campestre, así que despreciaba el feliz encanto de lo bucólico porque todos los cuentos suceden en algún bosque, entre rosales y espinos, ríos y cabañas de caperucita. El campo era para mí un engaño social. Tenía envidia del amor de las parejas, de los hijos rubios y sanos, de sus piscinas y sus céspedes con riego por aspersión. Tenía envidia de que formaran familias felices, unidas, alegres, porque yo había perdido a la mía y se odia lo que se anhela, como ya he explicado. Estos mismos campos que ahora visitaba de forma provisional habían sido lugares felices de la adolescencia, y siempre duelen los rincones de pandilla o instituto, de comer pipas en el parque, de motos o de bicicletas junto al pantano. La nostalgia es dolor y melaza. Salsa china del corazón. En eso pensaba, además de en hacer metáforas irónicas, mientras la niña que fui le enseñaba a la adulta que soy las habitaciones de la casa ruinosa que había alquilado en busca de respuestas”.
Fragmento del libro La sonrisa de los pájaros, de Lea Vélez.